¿CRISIS DE LA CULTURA?
Article publicat a Her&Mus
(Heritage &Museography), Gijón:Ediciones Trea, núm. 11 Septiembre-Octubre
2012, pàgs. 8-14
Joan M. del Pozo
Universitat de
Girona
joanm.delpozo@udg.edu
¿CRISIS DE LA CULTURA?
RESUMEN
Cultura tiene
diversos significados: civilización, creación, conocimiento, vida. Analizamos
de qué forma cada uno sufre la llamada crisis de la cultura. La civilización
vive la crisis como liquidez, según el diagnóstico de Bauman, con importante
efecto negativo sobre la educación. La creación y el goce de los productos
culturales, como los museos, sufren su
crisis como fragilidad derivada de la crisis anterior, especialmente en forma
de banalidad consumista o puro entretenimiento. La cultura como conocimiento y
como vida son analizados bajo la noción conjunta de ‘cultura humanística’.
Esta, que a su vez es creación, conocimiento y vida tiene una corrupción propia
en la erudición elitista, en el conocimiento meramente teorético. El sello del
humanismo genuino contiene un componente esencial, su dimensión de compromiso
ético y político. La crisis de los estudios humanísticos, señalada por Nussbaum,
pone en riesgo los valores de la cultura humanística; en este riesgo se subraya
especialmente el riesgo político, porque la democracia es un sistema que
necesita para su sostenimiento y mejora los valores de la cultura humanística.
En el fondo, y más allá de las diferencias entre registros culturales, hay una
única crisis de la cultura, que es una crisis ética y política a la vez.
Palabras clave:
cultura, crisis, liquidez, humanismo, ética, política
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CRISIS OF CULTURE?
ABSTRACT
Culture has several meanings: civilization,
creation, knowledge, life. We analyze how
each one suffers the so-called crisis of culture. Civilization lives the crisis
as ‘liquidity’, according to Bauman's diagnosis, with significant negative
impact on education. The creation and enjoyment of cultural products, such as
museums, suffer its crisis as fragility resulting from the civilization crisis,
notably in the form of consumerist banality or pure entertainment. Culture as
knowledge and as life is analyzed under the joint notion ‘humanistic culture’. This,
which in turn is creation, knowledge and life has its specificic corruption in
the elitist knowledge, merely theoretical. The hallmark of genuine humanism
contains an essential component, the dimension of ethical and political
commitment. The crisis in the humanistic studies, noted by Nussbaum, threates
the values of humanistic culture; in particular is a political risk, because democracy is a system
that needs to sustain and improve the values of humanistic culture. In the
background, and beyond the differences between the cultural meanings, there is
a unique cultural crisis, a crisis of ethics and politics at a time.
Keywords: culture, crisis, liquidity, humanism,
ethics, politics
- LA POLISEMIA DE LA CULTURA
El
reconocimiento filosófico de la muy útil noción de polisemia lo establece ya Aristóteles,
a través de su tesis ontológica principal: “el ser se dice de muchas maneras”[1].
Con ello no hacía más que poner en valor, en torno al concepto más básico y general
posible, una de las riquezas de las lenguas humanas –aunque él pensara sólo y
muy orgullosamente en la griega- y a la vez revelar una de sus mayores amenazas
porque en la gran riqueza de la polisemia está también la trampa de la
confusión.
Debemos
preguntarnos, pues, si la cultura también se
dice de muchas maneras. Felizmente, sí. Decimos felizmente, porque ello
ocurre con todos los conceptos de algún relieve o valor para la construcción
humana, individual y social. El carácter polisémico –analógico, desde el punto de vista lógico, es decir, ni unívoco ni
equívoco- de una buena parte de los términos de una lengua es el que permite a
la vez la comunicación mínimamente segura y la creatividad mínimamente fecunda.
‘Cultura’,
pues, forma parte de ese plantel de términos ricos en significados de cualquier
lengua, y por ello fecundos y creativos; pero, a la vez, pasto de confusiones
múltiples cuando no se tiene conciencia de la polisemia. Polisemia reconocida
puede ser creatividad, polisemia ignorada es segura confusión. Tomemos, pues, conciencia de la polisemia del
término ‘cultura’. Sin pretensión de exhaustividad, le podemos encontrar
algunos significados principales, sobre los que versará nuestro análisis.
En
primer lugar, cultura es civilización: es el sentido que predomina en textos y
contextos de algunas ciencias humanas o sociales, como principalmente la
antropología; civilización, por su parte, entendida en sentido amplio, como
forma de vida de un pueblo en cualquier grado de su evolución. Integra todos
los sentidos propios de la compleja forma de vida humana, desde los útiles
domésticos o agrícolas hasta la cocina, el vestuario o los valores éticos y
sociales que conforman su sistema de vida. En este sentido, hablamos, por
ejemplo, de “cultura japonesa”. Nos referiremos a este significado como
cultura-civilización.
En
segundo lugar, cultura es el conjunto de creaciones propias de la inteligencia
y la sensibilidad humanas, que van más allá de las formas de vida anteriormente
referidas: desde las artes plásticas a la literatura, desde la filosofía a la
tecnología, es decir, todo cuanto tiene un alto grado de elaboración simbólica,
sea como instrumento –p.e., la tecnología- o como fin –p.e., la poesía-. En
este sentido, hablamos del “gran desarrollo de la cultura” en una época y un
país determinado: por ejemplo, en el Renacimiento italiano. La mencionaremos
como cultura-creación.
En
tercer lugar, cultura es conocimiento: la conceptualización abstracta o
comprensión del sentido y valor de las formas de vida propias de los grupos
humanos y de sus creaciones son constituyentes de un determinado sedimento
cognoscitivo. Este sedimento, comparado con el propio de una profesión, o con
uno meramente informativo -como el que pueda tener un guía turístico que
aprenda de memoria las salas y obras de un museo sin tener el más mínimo gusto
o sensibilidad por lo que muestra- es de especial valor por su carácter
sistemático y crítico. En este sentido, decimos que alguien tiene “mucha
cultura”. Será para nosotros cultura-conocimiento.
El
cuarto y último significado que seleccionamos entre los principales se vincula
directamente, pero no necesariamente, con el anterior. Se trata de la cultura
como forma personal de vida; la que corresponde a quien, además de poseer
conocimiento en el sentido mencionado, lo vincula a su sensibilidad y a su práctica
vital como constructor de personalidad y formador de un estilo de vida. En este
caso, más que decir de alguien que ‘tiene cultura’, decimos que ‘es una persona
culta’ o ‘formada’: la cultura ha impregnado su existencia, cualificándola y no
sólo sumándola a una competencia estrictamente cognoscitiva. La llamaremos
cultura-vida.
Puede
pensarse que el tercer y cuarto sentido se identifican, o cuando menos se
aproximan mucho; cuando lo hacen, constituyen lo que se suele entender por
‘cultura humanística’, pero los dos
significados no se dan necesariamente unidos; recordemos una interesante idea
de Pessoa: “Hay una erudición del conocimiento, que es lo que se llama cultura.
Pero hay también una erudición de la sensibilidad”[2]
y, sin duda, existen personas que unen y funden las dos en su estilo de vida,
pero hay personas eruditas desde el punto de vista cognoscitivo –‘tienen
cultura’- que practican una forma de vida no influida por sus conocimientos, e
incluso contradictoria con ellos – no son ‘cultas’ o ‘formadas’, porque viven sin coherencia con los valores constitutivos
de sus conocimientos-. La expresión orteguiana ‘los analfabetos ilustrados’
podría describir este tipo de personas, aunque Ortega la forjó más
específicamente para referirse a los estragos de la especialización del
conocimiento, que a mitad del siglo XX ya estaba siendo muy fuerte, sin poder
comprobar cómo se intensificaría unas décadas más tarde; estragos, obviamente,
cognoscitivos en tanto que, salvo individualidades de gran fuerza, con la
especialización se pierde perspectiva, abstracción, interrelación, comprensión
transversal y global –o sinóptica,
como diría Platón- de las complejas realidades humanas y sociales. Y a menudo
se pierde también, y de ahí el parecido, un mínimo compromiso ético derivado
del conocimiento, puesto que ese conocimiento hiperespecializado -independientemente
de la materia- es vivido como una técnica utilitaria añadida al propio ser, una
simple prótesis, más que como un saber existencial asumido íntimamente e
integralmente.
- LA CRISIS DE LA(S) CULTURA(S)
Hablamos
de crisis, en muy distintos registros y con muy diversos objetos, para
referirnos a situaciones cambiantes en las que se percibe peligro; los
optimistas añaden: ‘y oportunidades’, probablemente no sin razón. En cualquier
caso, es inicialmente y sustancialmente relevante la connotación de riesgo,
peligro, pérdida, declive o caída de algo que se consideraba valioso.
Si
nos ceñimos, para ser lo más concisos y precisos posible, a los cuatro sentidos
de ‘cultura’ que acabamos de describir, la crisis de la cultura-civilización
parece bien diagnosticada por autores como Bauman o Lipovetsky, entre otros. El
diagnóstico de Bauman, que ha triunfado hasta convertirse en tópico para
nuestra era y en afortunada metáfora de la globalización, es el de ‘liquidez’
de nuestra cultura-civilización. La liquidez se opone a la solidez –real o
supuesta- de los valores que conformaban el marco mental en que los individuos
encuadrábamos mejor o peor nuestro plan de vida, nuestra conducta, nuestros
proyectos inmediatos y los proyectos para el futuro. La liquidez introduce
movilidad, inestabilidad e inseguridad en ese marco que creemos necesitar fijo
y estable; por ello, el diagnóstico de liquidez de lo que era o percibíamos
como sólido es un diagnóstico de crisis, que dificulta de manera significativa
procesos tan necesarios para la calidad de la textura social como el proceso
educativo, que es obvio que necesita un mínimo de estabilidad de los referentes
valorativos y culturales y una cierta coherencia entre las fuentes de autoridad/auctoritas –familias, maestros,
políticos, modelos culturales o sociales diversos, como en otros tiempos fueros
los religiosos, hoy desbordados por procesos acelerados de secularización del
pensamiento y de la práctica social-; y, en el fondo y principalmente, también
necesita una claridad de objetivos que hoy se diluye con un planteamiento de la
educación de estilo clientelar[3].
Pero también el proceso laboral –recordemos la dura invectiva de Sennet[4]
contra la corrosión del carácter que provoca la creciente inseguridad y
precariedad laboral- y el político necesitan algo más de estabilidad; así habla
Tony Judt al respecto: “Hemos entrado en una era de inseguridad: económica,
física, política. El hecho de que apenas seamos conscientes de ello no es un
consuelo: en 1914 pocos predijeron el completo colapso de su mundo y las
catástrofes económicas y políticas que lo siguieron. La inseguridad engendra
miedo. Y el miedo –miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños y a un
mundo ajeno- está corroyendo la confianza y la interdependencia en la que se
basan las sociedades civiles”[5].
La coincidencia conceptual de los dos autores en torno a la idea de corrosión –del carácter, de la
confianza- debe ser algo más que una casualidad: responde probablemente a un
efecto psicológico inevitable cuando las circunstancias sociales de precariedad
o de inseguridad y miedo alcanzan grados críticos,
que devienen insoportables para el espíritu humano. La crisis de nuestra
cultura-civilización, en consecuencia, es verdaderamente profunda después de
décadas que, con un pie en el estado del bienestar y otro en la guerra fría,
habían permitido una notable estabilidad y desarrollo de nuestras sociedades.
La implosión política que supuso la caída del muro, por una parte, y a los
veinte años la explosión del capitalismo financiero en forma de crisis de la
deuda jalonan políticamente el proceso de ‘liquidez’ baumaniana de nuestra
cultura-civilización.
Sería
sorprendente, por ilógico, que la cultura-creación resistiera impasible ante el
fuerte impacto de la liquidez global en nuestra cultura-civilización. Podemos
partir de dos anécdotas que, sin confundirlas con la categoría, pueden
llevarnos inductivamente hasta ella. La primera la refiere el articulista del
diario La Vanguardia Quim Monzó,
escritor ameno y sagaz: según cuenta, el director del Museo de Arte
Contemporáneo de Casoria, cerca de Nápoles, “cogió un cuadro y lo quemó en
protesta por la indiferencia de las autoridades ante ‘las difíciles condiciones
en que se encuentra el museo’”[6].
La segunda surgió en una reunión de debate en torno a la relación entre
conocimiento y tecnologías de la comunicación mantenido por el autor con
colegas de la universidad, uno de los cuales expresaba su sorpresa por haber
visto, en un reciente viaje a París, cómo los estudiantes que visitaban a su
lado el Museo del Quai d’Orsay pasaban sistemáticamente de espaldas a los
cuadros –los impresionistas, en este caso, que se tienen por atractivos y de
fácil comprensión- para tomar sus fotos, la mayoría en pareja con grandes
sonrisas, con algún cuadro célebre al fondo; su alarma era no por la foto en
sí, sino sobre todo porque observó que ni siquiera se volvían a mirar un
momento –no digamos ya a contemplar- el cuadro, porque no les interesaba más
que el ‘testimonio gráfico’ de su estancia ante él para retransmitirlo
inmediatamente a familia y amigos via Facebook o Twitter. Son anécdotas,
seguro, que no definen una categoría pero, lamentablemente, son reveladoras de
un ‘modus operandi’ con relación a la cultura-creación. Este modus operandi
apunta, a través de la desesperación del director del museo y a través de la
frivolidad fotográfico-twitteadora de los estudiantes, a un diagnóstico de
debilidad, de fragilidad, de la cultura-creación. Aunque, como dice Martinell -director
de la Cátedra UNESCO de Políticas de Cultura y Cooperación de la Universidad de
Girona- “la vida cultural va a seguir, como lo ha hecho a lo largo de la
historia, en tiempos de guerra, dictaduras, pobreza o deficiencias de todo
tipo”[7];
se quemará un cuadro desesperadamente, pero se estarán pintando mil con pasión
al mismo tiempo; los estudiantes pasarán por el museo sin verlo, pero no
dejarán de pasar muchos ciudadanos –también otros estudiantes- que contemplen,
comprendan y gocen de la creación humana pictórica y de todo tipo; si alguna
crisis parece que no hay en este registro es una crisis de acceso a los bienes
culturales, puesto que en todo caso –sit
venia verbis- más que crisis de
acceso parece haberla de exceso turístico-consumista
ante las exposiciones, museos e instalaciones de todo tipo del patrimonio
cultural de la humanidad, salvo excepciones. Es especialmente interesante, de
todos modos, una breve reflexión sobre el comportamiento de aquellos concretos
estudiantes: se cruzan en su actitud dos formas de vida muy actuales, la
consumista banal –pasemos rápido y consumamos cuanto se pueda de lo que
corresponde, como por ejemplo los impresionistas- y la exhibicionista propia
del ‘homo videns’ diagnosticado hace años por Sartori multiplicado en mucho por
el ‘homo twittens’ de nuestros tiempos más recientes. Lo importante no es que
cada uno goce del arte, sino que los
demás vean que, cuando menos, uno ha estado donde la fama dice que se
podría gozar de él o, simplemente, donde se dice que hay que estar. Es la
cultura-creación puesta al servicio del simple consumo-entertainment. La masificación del acceso a los productos
culturales conlleva probablemente una desvalorización intrínseca –aunque no
necesariamente social- del producto, pero el problema final para la creación
cultural –y su goce- es, como dice Martinell, que “al lado de estas situaciones
(se refiere a las restricciones de apoyo institucional, las que desesperan al
director napolitano) se va construyendo un relato muchas veces reaccionario y muy agresivo
contra lo que podríamos llamar el hecho cultural o creativo”[8].
Alude a la fácil marginación no sólo presupuestaria de la cultura por parte de
los poderes públicos en momentos de dificultad económica, de déficit y deuda
desbocados. El problema, con todo, no es tanto una eventual restricción de
subvenciones, sino el aprovechamiento de aquella dificultad económica para
alimentar sotto voce un discurso
implícito que convierte a la cultura-creación por una parte en prescindible y,
por otra –tal vez peor que la primera-, en puro entretenimiento, con contenidos
de una banalidad creciente y formas de dudoso, por no decir pésimo gusto.
De
la coherencia lógica entre la crisis de la cultura-civilización y la
cultura-creación puede dar cuenta el diágnostico de Lipovetsky: “El ‘valor del
espíritu’ del que hablaba Valéry, está amenazado por la búsqueda de los mejores
índices de audiencia y por una cultura de la pantalla que sustituye la
reflexión por la emoción, el espíritu crítico por la animación-espectáculo. En
la época de la sociedad de hiperconsumo lo desechable sustituye a lo duradero,
todo debe distraer deprisa y sin esfuerzo. El capitalismo y el espíritu de goce
han minado la autoridad y la dignidad de la cultura. Unos hablan de una ‘etapa
poscultural’, otros de barbarie intelectual y estética.”[9]
Para
tratar de la crisis referida a los significados tercero y cuarto de nuestro
análisis inicial, y atendiendo a la agrupación posible entre
cultura-conocimiento y cultura-vida bajo la noción de ‘cultura
humanística’, los tratamos globalmente
bajo los dos epígrafes siguientes.
- CULTURA Y HUMANISMO
El
término humanismo es casi tan
polisémico como el de cultura. Lo entendemos aquí, con fidelidad a la tradición
más reconocida, como la corriente de creación y conocimiento que hunde sus raíces en Grecia y Roma y emerge en el
Renacimiento con la ambición de constituir una cultura-creación transmisible
como cultura-conocimiento y practicada como una cultura-vida de signo
antropocéntrico. Este antropocentrismo, basado en la philanthropia –amor, benevolencia, entre humanos- y la paideia –educación para la cultura
humana-, reconoce en la humanitas del
hombre, en su núcleo constitutivo, el “centro de todo valor y donante de todo
sentido”[10].
Si
aceptamos esta caracterización, estamos diciendo que el humanismo constituye
una de las formas más completas de cultura –aquí, in genere- puesto que, dando por supuesto un contexto de
cultura-civilización, es a la vez creación-goce, conocimiento y vida. Es, pues,
cultura integral.
Es
creación evidente: nadie discute la fuerza creativa y el magisterio humanista
de Píndaro o Platón, de Cicerón u Horacio. O de Petrarca, Garcilaso, Bernat
Metge, Erasmo o Tomás Moro. O, por situarnos en la época contemporánea, de
Alberto Caeiro o Ricardo Reis, efluvios de la misteriosa y rica personalidad
pessoana. Incluso, si no ceñimos la noción a un estricto seguimiento de pautas
clasicistas estrictas –en uso de una libertad que honra al más genuino
humanismo-, autores tan diversos como Goethe, Tolstoi, Machado, Riba, Mann o
Magris merecen contarse entre los mejores creadores con sentido humanista. De
la vocación abierta del humanismo nos habla la permanente búsqueda del marchamo
prestigioso del término por parte de las más variadas corrientes políticas,
filosóficas o religiosas –es decir, de las que tienen la preocupación por la
condición humana en su núcleo-: ¿o acaso no recordamos vivas e interesantes
polémicas sobre si el marxismo, el existencialismo o el mismísimo cristianismo
son o no son un humanismo? Obsérvese el artículo indeterminado: ‘un’ humanismo;
precisamente porque avisamos de la polisemia del término, cabe hablar de ‘un’
humanismo u otro; ‘el’ humanismo puede aceptarse sólo en una perspectiva muy
técnica como el humanismo clásico y renacentista, incluso ser tenido como
concepto por antonomasia, pero no por ello único concepto válido. Su gran valor
es precisamente haber prestigiado un término hasta provocar su multiplicación
desde posiciones alejadas técnicamente de
ese mismo clasicismo; desde este punto de vista, es un verdadero epónimo.
Es,
también, conocimiento: lo es hasta el punto de que precisamente uno de los
descréditos del humanismo le ha llegado por su exagerada deriva teoreticista,
culturalista –en el sentido de erudición cuantitativa, a la vez que elitista-,
que lo ha alejado de la creatividad por una parte y de la vitalidad o arraigo
ético por otra. La exigencia, hoy casi desaparecida en el currículum académico,
del conocimiento de las lenguas clásicas, de la historia de Grecia y Roma, de
su mitología, de su amplísima producción literaria, filosófica, historiográfica,
artística, arquitectónica, etc., ha tendido a convertir el conocimiento extenso
de la producción humanística en el valor principal del humanismo. Una vez más
el medio se ha impuesto al fin hasta sustituirlo: conocer los clásicos debe ser
sólo un medio, entre otros, para alcanzar una dimensión cultural creativa o
cuando menos una sensibilidad, una forma de vida, una cierta ética de sello humanístico;
sin embargo, demasiadas veces el humanismo –su genuino sentido- ha caído
víctima de supuestos humanistas que no eran más que fríos archivos con piernas de
citas o de datos eruditos. Pero, aun con sus propias corrupciones, el humanismo es también conocimiento. Por supuesto,
cuando la cultura-conocimiento se une a la cultura-creación y a la
cultura-vida, el conocimiento humanístico alcanza su mayor calidad.
Es,
finalmente, y muy principalmente, vida, forma o estilo de vivir, una cierta
ética. Esta dimensión parece hoy extemporánea, pero constituye un ingrediente
esencial del humanismo. La sabiduría clásica, helenística y romana de cualquier
orientación o escuela es sobre todo un esfuerzo para alcanzar a entender y
especialmente practicar la mejor vida
humana posible: la teoría –entender- al servicio de la práctica –vivir-. Sin
esta dimensión el humanismo se vacía de uno de sus principales sentidos. Dice
Boyancé, acreditado estudioso del humanismo clásico: “Humanitas como benevolencia (‘philanthropia’) hacia los demás
hombres, facilitada y alimentada tanto por el sentido de la medida humana como
por un afinamiento y desarrollo del ser humano debido a la cultura;
benevolencia que en las relaciones sociales se expresa exteriormente por la
urbanidad, la verdadera urbanidad o buena educación que, naciendo del corazón,
se traduce en las palabras y las maneras, y ello tanto para las relaciones
diarias como para las de los grandes momentos de la existencia”[11]. Y Bellardi: “[La Humanitas está sobre todo] hecha de fe en la libertad, en la
inteligencia, en la virtud de la palabra, en la moralidad, en la caritas, en el compromiso civil y
social”[12].
Es decir, un verdadero programa ético con derivación política. Es casi
imposible condensar en menos líneas o expresar con mayor precisión el sentido
de la cultura-vida atribuible al humanismo, atribución expresada en aquel
“debido a la cultura”.
- CRISIS DE LA CULTURA HUMANÍSTICA
Hablábamos
de la aparente extemporaneidad del planteamiento. Pero una prestigiosa personalidad
contemporánea como Martha Nussbaum ha irrumpido en el debate más actual con una
seria advertencia, muy bien fundamentada, acerca del peligro que supone para
las sociedades democráticas el abandono de la cultura y la educación –o viceversa;
la paideia, al fin: cultura
educadora, educación cultural- de contenido o espíritu humanístico. Empieza su
libro con esta contundente afirmación: “Nos encontramos en pleno centro de una
crisis de grandes proporciones y de una intensa significación global. No, no me
refiero a la crisis económica mundial que empezó en 2008. (...) [Me refiero] a
una crisis que, a largo plazo, será mucho más perjudicial para el futuro del
autogobierno democrático: la crisis mundial de la educación”[13].
Se refiere, por supuesto, a la progresiva y general sustitución de la educación
humanística por una formación mayormente técnica orientada con prioridad a la
habilitación para la producción y el rendimiento económico. Se excluyen la
capacitación para la empatía entre humanos, para el uso de la libertad con
sentido crítico, para una ética del compromiso civil y social, finalmente
político; no hay que olvidar que, como bien subrayó Cicerón con su obra y con
su propia vida, el humanismo tiene también una dimensión política radical: afirma
solemnemente que el dios que gobierna el mundo tiene en la mayor estima, de
todo lo que acontece en la Tierra, a las ciudades y no hay mayor gloria para el
ser humano que su gobierno y conservación[14],
en lo que insiste una y otra vez. El hombre nace en una comunidad política y en
tanto que humano vive por y para ella, como había sentenciado, entre muchos
otros griegos, el viejo poeta Simónides: “Pólis
ándra didáskei”[15].
Pero
no es sólo una concepción clásica, en el sentido de tradicional o antigua, sino
que hoy se piensa también en la cultura –humanística o in genere- como motor de los cambios del mundo; así Ramoneda:
“Cultura es también el conjunto de construcciones fruto de la curiosidad y de
la pasión por el conocimiento y la creación que son el principal patrimonio de
la humanidad como fuerza de transformación del mundo”[16]:
la idea de patrimonio en solitario podría sugerir quietud o conservación pasiva,
pero aparece precisamente como fuerza ‘transformadora del mundo’ y, por tanto,
con evidente sentido político en el sentido amplio del término. Si cruzamos las
reflexiones de Nussbaum y de Ramoneda, podemos establecer que con el declive de
la educación humanística la actual fuerza transformadora del mundo –la nueva
cultura- puede derivar en transformaciones democráticamente indeseables,
marcadas por tendencias de fondo que van desde el mercantilismo hasta el
populismo, desde la incitación al consumo de espectacularidades banales hasta
la manipulación más grosera de las conciencias. El gran humanista contemporáneo
Steiner dice, en relación con el fenómeno inevitable de la cultura actual como
cultura de masas: “Toda teoría de la cultura, toda sociología de la cultura
debe incluir una fenomenología de las masas. Esto es muy nuevo. La cultura
clásica era un asunto de élite. Ya no es así. Y la masa no trata de hacer
distinciones... Hoy día, el sedicente intelectual se encuentra en una situación
extremadamente falsa. No se atreve a confesar que la ‘gran cultura’ es por
definición antidemocrática, que excluye más de lo que incluye”[17].
Aquí se abre un debate sin fin: la ‘gran cultura’ a la que se refiere
Steiner es sin duda la de la mejor tradición humanística; su dictamen de ‘antidemocrática’
es muy severo y se sitúa al límite de la duda sobre su falsedad. Se asocia a la
calidad cultural humanística un grado de rigor y exigencia que, por simple
apreciación estadística, queda lejos del gran consumo de masas. Se entra con
ello en una paradoja: al tiempo que con Nussbaum podemos defender que la
preparación de los ciudadanos para la democracia debe pasar por la adquisición
de la cultura humanística –defensora y formadora, como veíamos, de la libertad,
del sentido crítico, del valor de la palabra, el diálogo y el debate, del
compromiso político, de la empatía humana- con Steiner podemos reconocer la
dificultad de las masas contemporáneas, cada día más extensas por razones
demográficas y por la globalización homogeneizadora, para acceder a ella. Este
es un aspecto esencial de la crisis de la cultura humanística: parafraseando a
Kant –la ‘insociable sociabilidad’, decía, del ser humano-, podemos hablar de
la ‘a(nti)democrática democraticidad’ de la cultura humanística:
a(nti)democrática en el sentido de la dificultad o imposibilidad de acceso a
ella por parte de la totalidad, o cuando menos la mayoría, de la población.
Sólo unos pocos, cada vez menos según Nussbaum, accederán a una buena formación
democrática, que es formación para la práctica de la igualdad entre todos
–sentido principal de la democracia-. La contradicción es patente. Todos no se van a formar para la igualdad
entre todos, sino sólo unos pocos, con lo que el ideal de igualdad, en sus
formas clásicas[18], se hace impracticable,
por no decir imposible.
La
crisis, por tanto, de la cultura humanística acaba siendo sobre todo una crisis
de sentido y trascendencia política. Y ello es así porque, contra lo que parece
y contra lo que difunde una versión elitista del humanismo, éste es sobre todo
cultura-vida; y la vida humana es muy destacadamente vida social, es decir, vida
política.
Con
ello se cierra el círculo que nos permite afirmar que toda crisis de toda
cultura es una misma crisis de raíz: una crisis del sujeto individual humano
–ética- y del sujeto colectivo o social –política-, que se expresa a la vez,
pero con diferencias de fondo y de forma, en los distintos registros o
significados de la cultura: como civilización, como creación –y goce-, como
conocimiento y como la vida misma.
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[1] Aristóteles (1994), Metafísica
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[2] Pessoa, F. (2006) El libro del
desasosiego, p. 152
[3] Bauman, Z. (2008) L’educació en
un món de diàspores, p. 11: “ La vida líquida moderna, a diferencia de la
cultura de la era de la creación de las naciones, no tiene ‘gente’ para
‘educar’. En su lugar tiene clientes para seducir”.
[4] Sennet, R. (2000) La corrosión
del carácter, passim
[5] Judt, T. (2010) Algo va mal,
p. 23
[6] Monzó, Q. (2012) “De repente suena el teléfono” en La Vanguardia, p. 16
[7] Martinell, A. (2012) “Crisi, gestió cultural i coneixement” en Revista de Girona, p. 90
[8] ibid.
[9] Lipovetsky, G. (2008) La
sociedad de la decepción, p. 91
[10] Duque, F. (2003) Contra el
humanismo, pàg. 11
[11] Boyancé, H. (1970), Études sur
l’humanisme cicéronien, p. 6
[12] Bellardi, G. (1975), “Introduzione” a CIC. Le Orazioni III, p. 35
[14] Es la tesis principal del célebre Sueño de Escipión con el que cierra
su gran tratado político De re publica,
VI 13
[15] “La ciudad educa a los hombres”. Se sobreentiende: es el conjunto de
la ciudad –y no sólo la escuela- el que educa; y educa para preservar el
interés de la propia ciudad como colectivo.
[16] Ramoneda, J. (2010) Contra la
indiferencia, p. 73
[17] Steiner, G. (2011) Los
logócratas, p. 168
[18] Isonomía, o igualdad de
(todos ante la) ley; isegoría, o
igual (derecho a la palabra en el) ágora; isocratía,
o igual (derecho de acceso al) poder; e isoteleia,
o iguales (derecho/deber de abono de) impuestos.